domingo, 8 de agosto de 2010
El Ocaso del Pensamiento
Cioran fue hijo de un sacerdote ortodoxo. Asistió a la Universidad de Bucarest, donde en 1928 conoció a Eugène Ionesco y a Mircea Eliade. Según algunos historiadores formó parte de la Guardia de Hierro[cita requerida], organización fascista, hasta los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, pero según otros su vinculación durante su primera juventud con los movimientos de derecha fue teórica. Más tarde, en diversas entrevistas, expresará con virulencia su pesar y arrepentimiento por ésta penosa colaboración, a la que también vinculan a otros dos escritores rumanos: Ionesco y Eliade. (Wikipedia)
En lo personal me fascinaron las reflexiones filosóficas sobre la religión y la misma existencia. La manera como expresa sus pensamientos, su ideología y en fin... su pesar.
Capítulo primero
Uno puede decir con toda tranquilidad que el universo no tiene ningún sentido. Nadie se enfadará. Pero si se afirma lo mismo de un sujeto cualquiera, éste protestará e incluso hará todo lo posible para que quien hizo esa afirmación no quede impune.
Así somos todos: nos exoneramos de toda culpa cuando se trata de un principio general y no nos avergonzamos de quedarnos reducidos a una excepción. Si el universo no tiene ningún sentido, ¿habremos librado a alguien de la maldición de ese castigo?
Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido; pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno.
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La soledad no te enseña a estar solo, sino a ser único.
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Dios está muy interesado en controlar las verdades. A veces un simple encogimiento de hombros puede hacer que todas se le vengan abajo, puesto que los pensamientos ya hace tiempo que se las socavaron. Si un gusano es capaz de sentir inquietudes metafísicas, también él le quita el sueño.
Pensar en Dios es un obstáculo para el suicidio, no para la muerte. Eso no alivia en absoluto la oscuridad que habrá asustado a Dios mientras se buscaba el pulso por miedo a la nada...
Dicen que Diógenes se dedicaba a falsificar moneda. Todo hombre que no crea en la verdad absoluta tiene derecho a falsificar cualquier cosa. Si Diógenes hubiera nacido después de Cristo, habría sido un santo. ¿Adónde puede llevarnos la admiración por los cínicos y dos mil años de cristianismo? A un Diógenes enternecedor...
Platón dijo de Diógenes que era un Sócrates loco. Difícil resulta ya salvar a Sócrates...
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Si la sorda excitación que me domina cobrara voz, cada gesto sería un postrarme de hinojos ante un muro de las lamentaciones. Llevo luto desde que nací, luto por este mundo.
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Todo lo que no es olvido, nos desgasta el alma; el remordimiento es el reverso del olvido. Por eso se alza amenazador como un monstruo de tiempos remotos que mata sólo con la mirada o llena los momentos con sensaciones de plomo fundido en la sangre.
El común de las gentes siente remordimientos tras un acto cualquiera; sabe por qué los tiene porque los motivos están ante sus ojos. Sería inútil que les hablara de «accesos», nunca podrían entender la fuerza de un tormento inútil.
El remordimiento metafísico es una turbación sin causa, una inquietud ética en el límite de la vida. No tienes culpa alguna de la que arrepentirte y sin embargo sientes remordimientos. No te acuerdas de nada pero te invade un sentimiento infinitamente doloroso del pasado. No has hecho nada malo, pero te sientes responsable de los males del universo. Sensaciones de Satanás delirante de escrúpulo. El principio del Mal apresado en las redes de los problemas éticos y en el terror inmediato de las soluciones.
Cuanto menos indiferente seas frente al mal, más cerca estarás del remordimiento esencial. Este a veces es difuso y equívoco: entonces cargas con la ausencia del Bien.
El color del remordimiento es el morado. (Lo extraño en él tiene su origen en la lucha entre la frivolidad y la melancolía, donde la última es la que triunfa.)
El remordimiento es la forma ética del pesar. (Los pesares se convierten en problemas, no en tristezas.) Un pesar elevado al rango de sufrimiento.
No resuelve nada, pero lo empieza todo. La moral aparece con el primer temblor de remordimiento.
Un dinamismo doloroso hace de él un desperdicio suntuoso e inútil del alma. Sólo el mar y el humo del tabaco pueden darnos una idea de su imagen.
El pecado es la expresión religiosa del remordimiento, al igual que el pesar es su expresión poética. El primero es un límite superior; el último, inferior.
Te lamentas de que algo ha ocurrido contigo mismo... Eras libre de dar otro rumbo a los acontecimientos, pero la atracción del mal o de la vulgaridad ha vencido a la reflexión ética. La ambigüedad arranca de la mezcla de teología y vulgaridad que hay en cualquier remordimiento.
No hay forma más dolorosa de sentir la irreversibilidad del tiempo que a través del remordimiento. Lo irreparable no es otra cosa que la interpretación moral de esa irreversibilidad.
El mal nos desvela la sustancia demoníaca del tiempo; el bien, el potencial de eternidad del devenir. El mal es abandono; el bien, un cálculo inspirado. Nadie conoce la diferencia racional existente entre uno y otro. Pero todos sentimos el doloroso calor del mal y la frialdad extática del bien.
Ese dualismo transpone al mundo de los valores otro dualismo más profundo: inocencia y conocimiento.
Lo que diferencia el remordimiento de la desesperación, del odio o del honor es una ternura, un sentido patético de lo incurable.
¡Hay tantos hombres a quienes sólo les separa de la muerte su anhelo por ella! En este anhelo, la muerte convierte la vida en un espejo en el cual poder admirarse. La poesía solamente es el instrumento de un fúnebre narcisismo.
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Tanto los animales como las plantas son tristes, pero no han descubierto la tristeza como una vía de conocimiento. Sólo en la medida en que el hombre la utiliza, cesa de ser naturaleza. Al mirar a nuestro alrededor, ¿quién no se da cuenta de que hemos dado nuestra amistad a las plantas, a los animales y a los minerales? Pero a ningún hombre.
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El mundo no es más que un Ninguna parte universal. Por eso nunca tenemos un lugar adonde ir...
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Todos esos momentos en que la vida calla para que oigas tu soledad..., tanto en París como en el más alejado villorrio, el tiempo se retira, se acurruca en un rincón de la conciencia y se queda contigo mismo, con tus luces y tus sombras. El alma se ha aislado y, presa de convulsiones indefinidas, sube hasta tu superficie, como un cadáver pescado en las profundidades. Entonces te das cuenta de que también existe otro sentido de pérdida del alma distinto del bíblico.
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Todos los pensamientos se asemejan a los gemidos de una lombriz pisada por los ángeles.
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No puedes entender lo que significa «la meditación» si no estás habituado a escuchar el silencio. Su voz incita a la renuncia. Todas las iniciaciones religiosas son inmersiones en su profundidad. Empecé a sospechar del misterio de Buda en cuanto me entró miedo del silencio. La mudez cósmica te dice tantas cosas, que la cobardía te empuja a los brazos de este mundo.
La religión es una revelación atenuada del silencio, una dulcificación de la lección del nihilismo que nos inspiran sus susurros, filtrados por nuestro miedo y nuestra prudencia... De esa forma, el silencio se sitúa en las antípodas de la vida.
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Siempre que la palabra extravío acude a mi mente, trae consigo la revelación del hombre. Y también es como si las montañas reposaran sobre mi frente.
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Suso revela en su autobiografía que con un punzón metálico se grabó el nombre de Jesús a la altura del corazón. La sangre no corrió en vano, pues al poco tiempo descubrió una luz en aquellas letras y las tapó para que nadie las viera. ¿Qué escribiría yo a la altura de mi corazón? Seguramente: infelicidad. Y la sorpresa de Suso se repetiría varios siglos después por el simple hecho de que el diablo tuviera una luz como emblema... De ese modo, el corazón humano se convertiría en el anuncio luminoso de Satanás.
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Los ángeles veranean en los calveros de algunos bosques. En ellos yo sembraría flores de las márgenes de los desiertos para echarme a reposar a la sombra del propio símbolo.
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Hay que tener el espíritu de un escéptico griego y el corazón de un Job para experimentar los sentimientos en su esencia: un pecado sin culpa, una tristeza sin motivo, un remordimiento sin causa, un odio sin objeto...
Sentimientos puros que equivalen a filosofar sin problemas. Ni la vida ni el pensamiento existen ya en este sentido sin relación con el tiempo, y la existencia se define como una suspensión. Todo lo que sucede en tu interior no puede referirse ya a nada, porque no se dirige a ninguna parte, sino que se agota en la finalidad interna del acto. Se hace tanto más esencial cuanto robas a tu «historia» el carácter de temporalidad. Las miradas al cielo son intemporales, y la vida en sí misma es menos localizable que la nada.
En el anhelo por lo absoluto existe la pureza de lo indeterminado, que tiene que sanarnos de las infecciones temporales y servirnos de prototipo de la suspensión incesante. Porque, en el fondo, esto no es sino desparasitar a la conciencia del tiempo.
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Siempre que pienso en el hombre, la compasión anega mis pensamientos. Y así no puedo, en modo alguno, seguir sus huellas. Una fractura en la naturaleza nos obliga a meditaciones fracturadas.
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La pasión por la santidad sustituye al alcohol en la misma medida que la música. Al igual que el amor y la poesía. Formas distintas del olvido, perfectamente sustituibles. Los borrachos, los santos, los enamorados y los poetas se encuentran inicialmente a la misma distancia del cielo o, mejor dicho, de la tierra. Sólo las vías difieren, aunque todos están en vías de dejar de ser hombres. Así se explica por qué el placer de la inmanencia los condena de forma similar.
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La timidez es un desprecio instintivo de la vida; el cinismo, uno racional. ¿Y la ternura? Un delicado ocaso de la lucidez, una «degradación» del espíritu al rango del corazón.
En toda timidez se halla un matiz religioso. El miedo de no ser de nadie, de que Dios no sea nadie, y el mundo su obra... La desconfianza metafísica crea hostilidad en la naturaleza e incomodidad en la sociedad. La falta de atrevimiento entre los hombres el decantamiento de la fuerza en desprecio parte de una vitalidad insegura, agravada por recelos, de lo que es más esencial en el mundo. Un instinto seguro y una fe decidida le dan a uno el derecho a ser insolente; incluso le obligan a ello. La timidez es el modo de encubrir un pesar. Ya que cualquier atrevimiento no es más que la forma que adopta la falta de pesar.
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El no tener ya ilusiones es como haber servido de espejo al tocador íntimo de la vida. No hay en la vida un misterio más conmovedor que el amor a la vida; él solo pasa por encima de toda evidencia. Hay que dejar de pertenecer por completo a este mundo para que la vida parezca un absoluto. Desde el cielo, ésta es la perspectiva que se tiene.
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Donde aparece la paradoja, muere el sistema y triunfa la vida. Por medio de ella la razón salva su honor frente a lo irracional. Lo que en la vida es turbio únicamente puede expresarse como maldición o himno. Quien no pueda servirse de ellos, sólo tiene una escapatoria a su alcance: la paradoja, sonrisa formal de lo irracional.
¿Qué otra cosa es, desde la perspectiva de la lógica, sino un juego irresponsable y, desde el buen sentido, una inmoralidad teórica? ¿Es que no se abrasan en ella todo lo insoluble, los desatinos y los conflictos que atormentan la vida desde lo más hondo? Siempre que sus agitadas sombras hablan al oído a la razón, ésta viste sus susurros con la elegancia de la paradoja para enmascarar su origen. ¿Es la propia paradoja de salón algo distinto a la más profunda expresión que puede alcanzar la superficialidad?
La paradoja no es una solución, ya que no resuelve nada. Puede emplearse solamente como adorno de lo irreparable. Querer dirigir algo con ella es la mayor de las paradojas. No puedo imaginármela sin el desengaño de la razón. Su falta de pathos la obliga a estar al acecho del murmullo de la vida y a suprimir su autonomía a la hora de interpretarla. En la paradoja la razón se anula por sí misma; ha abierto sus fronteras y ya no puede detener la invasión de los errores palpitantes, de los errores que laten.
Los teólogos son parásitos de la paradoja. Sin su uso inconsciente hace mucho que tendrían que haber depuesto las armas. El escepticismo religioso no es más que su práctica consciente.
Todo cuanto no cabe en la razón es motivo de duda; pero en ella no hay nada. De ahí el fructífero auge del pensamiento paradójico que ha introducido un contenido en las formas y ha dado curso oficial al absurdo.
La paradoja presta a la vida el encanto de un absurdo expresivo. Le devuelve lo que ésta le atribuyó desde el principio.
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Si yo fuera Moisés, sacaría con mi bastón pesadumbres de las rocas. Sea como fuere, ése es también un modo de apagar la sed de los mortales...
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Lo religioso no es una cuestión de contenido, sino de intensidad. Dios se concreta en nuestros momentos febriles, de suerte que el mundo en el que vivimos se convierte en un excepcional objetivo de la sensibilidad religiosa por el hecho de que sólo podemos reflexionar en los momentos neutros. Sin «fiebres» no superamos el campo de la percepción, es decir, no vemos nada. Los ojos sólo sirven a Dios cuando no distinguen los objetos; lo absoluto teme a la individuación.
La intensificación de cualquier sensación es señal de religiosidad. El grado máximo de repulsión nos revela el Mal (la vía negativa hacia Dios). El vicio está más cerca de lo absoluto que un instinto auténtico, porque la participación en lo divino es posible en la medida en que ya no somos naturaleza.
Un hombre lúcido controla sus «fiebres» a cada paso, como espectador de su propia pasión, eternamente sobre sus huellas, entregándose de forma equívoca a las fantasías de su tristeza. En estado lúcido el conocimiento es un homenaje a la fisiología.
Cuanto más sabemos sobre nosotros mismos, más cumplimos con las exigencias de una higiene que consiste en la realización de la transparencia orgánica. Es tanta la claridad, que vemos a través de nosotros. Te conviertes así en espectador de ti mismo.
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La fuente de la histeria religiosa en los conventos no puede ser otra que escuchar al silencio, la contemplación del espectáculo de sosiego de la soledad. ¿Pero qué hay del pálpito interior del Tiempo, de la pérdida de la conciencia en el balanceo del oleaje temporal? La fuente de la histeria laica...
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El Tiempo es un sucedáneo metafísico del mar. Uno sólo piensa en él cuando quiere vencer la nostalgia marina.
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Si se admite en el universo la existencia real de lo infinitesimal, todo es real; si no existe algo, no existe nada. Hacer concesiones a la multiplicidad y reducirlo todo a una jerarquía de apariencias significa no tener el valor de negar. La lejanía teórica de la vida y la debilidad sentimental por ella nos llevan a la vacilante solución de graduar la irrealidad, a un pro y contra de la existencia.
La situación paradójica expresa una indeterminación esencial del ser. Las cosas no se han ordenado. Tanto como situación real, como de forma teórica, la paradoja surge de la condición de lo imperfecto. Bastaría con una para lanzar el paraíso por los aires.
La contingencia (los oasis de lo arbitrario en el desierto de la Necesidad) sólo es aprehensible por las formas de la razón a través de la intervención de la movilidad que la agitación de la paradoja introduce. ¿Qué otra cosa es ésta sino la irrupción demoníaca en la razón, una transfusión de sangre en la Lógica y un padecimiento de las formas?
Es un argumento irrebatible que los místicos no han resuelto nada, ¿pero lo han entendido todo? Hay un alud de paradojas en torno a Dios para aliviarse del miedo a lo incomprensible. La mística es la expresión suprema del pensamiento paradójico. Los propios santos se han servido de la indeterminación para «precisar» lo indescifrable que resulta lo divino.
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Sensaciones etéreas del Tiempo en que el vacío se sonríe a sí mismo...
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La melancolía: halo vaporoso de la Temporalidad.
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La existencia demoníaca eleva cada uno de los instantes a la dignidad de acontecimiento. La acción muerte del espíritu emana de un principio satánico, luchar en la medida en que uno tiene algo que expiar. La actividad política es, más que cualquier otra cosa, una expiación inconsciente.
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La sensibilidad frente al tiempo tiene su punto de partida en la incapacidad de vivir el presente. A cada momento percibes el inmisericorde movimiento del tiempo que sustituye al dinamismo inmediato de la vida. Ya no vives en el tiempo, sino con él, paralelo a él.
Al ser una misma cosa con la vida, eres tiempo. Al vivirlo, mueres junto con él, sin dudas y sin dolor. La salud perfecta tiene lugar en la asimilación temporal, mientras que el estado de enfermedad es una disociación equivalente. Cuanto mejor se percibe el tiempo, tanto más se avanza hacia el desequilibrio orgánico.
De forma natural, el pasado se pierde en la actualidad del presente, se totaliza y se funde con él. La pesadumbre (expresión de la agudeza temporal, de la desintegración del presente) aísla el pasado como actualidad, lo vitaliza por medio de una auténtica óptica regresiva. Porque en la pesadumbre el pasado conserva la virtud de lo posible. Lo irreparable convertido en virtualidad.
Cuando se es plenamente consciente de la clase de agente destructor que es el tiempo, los sentimientos que se organizan alrededor de esa conciencia intentan salvarlo por todos lados. La profecía es la actualidad del futuro, como la pesadumbre lo es del pasado. Al no poder ser en el presente, transformamos el pasado y el futuro en presencias, de modo que la nulidad actual del tiempo nos facilita el acceso a su infinitud.
Estar enfermo significa vivir en un presente consciente, en un presente translúcido en sí mismo, ya que el miedo al pasado y al futuro, a lo que ha ocurrido y a lo que ocurrirá, dilata el instante al compás de la inmensidad temporal.
Un enfermo que pudiera vivir con ingenuidad no sería un enfermo propiamente dicho, ya que se puede estar afectado de cáncer, pero si no se tiene miedo al desenlace (ese futuro que corre hacia nosotros, no hacia donde nosotros corremos), se está sano. No hay enfermedades sino sólo una conciencia de ellas acompañada siempre por la hipertrofia de la sensación de lo temporal.
¿No nos sucede a veces que palpamos el tiempo, que se nos escurre entre los dedos, con una intensidad tal que lo proyecta dándole un contorno material? Y otras veces, ¿no lo sentimos correr como una sutil brisa entre nuestros cabellos? ¿Estará cansado? ¿Andará buscando lecho donde reposar? Hay corazones más agotados que él y que, sin embargo, no rehusarían acogerlo...
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El Mal, una vez abandonada su indiferencia originaria, tomó al Tiempo como seudónimo.
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Los hombres construyeron el paraíso filtrando de una «esencia» de perdurabilidad la eternidad. El mismo procedimiento aplicado al orden temporal nos hace inteligible el sufrimiento. Ya que, realmente, ¿qué es éste sino «esencia» del tiempo?
Después de la medianoche medita como si ya no formaras parte de la vida o, en el mejor de los casos, como si ya no fueras tú. Conviértete en una simple herramienta del silencio, de la eternidad o del vacío. Te crees triste y no sabes que estas cosas respiran a través de ti. Eres víctima de una confabulación de fuerzas oscuras, ya que de un individuo no puede nacer una tristeza que no quepa dentro de él. Todo aquello que nos supera tiene su origen fuera de nosotros. Ya sea el placer, o el sufrimiento. Los místicos atribuyeron a Dios la inefable felicidad que experimentaban durante los estados de éxtasis porque no podían admitir que la finitud individual fuera capaz de tanta plenitud. Lo mismo ocurre con la tristeza y con todo lo demás. Estás solo, pero con toda la soledad.
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Cuando todo se mineraliza, la propia nostalgia se convierte en geometría, las rocas parecen líquidas en comparación con la pétrea vaguedad del alma, y los matices son más escarpados que los montes. Entonces, cuando todo eso sucede, sólo te queda temblar y mirar como un perro apaleado y transformar tu cabeza en un viejo y desvencijado reloj; almohada de una frente enloquecida.
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Siempre que paseo entre la niebla, me descubro mejor a mí mismo. El sol nos enajena, pues al mostrarnos el mundo nos liga a sus mentiras. Pero la niebla es el color de la amargura...
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A los accesos de lástima precede un estado de debilidad general, en el cual te mueves temeroso de caer en todos los objetos, de fundirte con ellos. La lástima es la forma patológica del conocimiento intuitivo. Pese a todo, no puede encuadrarse dentro de la categoría de las enfermedades, pues es un desvanecimiento... vertical. Caemos en dirección a nuestra propia soledad.
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Las noches en blanco (las únicas negras) hacen de ti un verdadero buzo del Tiempo. Bajas y bajas hacia su fondo sin fin... La inmersión musical e indefinida hacia las raíces de la temporalidad se queda en un placer insatisfecho, porque no podemos tocar los márgenes del tiempo más que saltando desde su interior. Sin embargo, ese salto nos lo convierte en algo externo; percibimos sus límites, pero no su experiencia. La suspensión lo transforma en irrealidad y le roba su idea de infinito, decorado de las noches en blanco.
El único papel del sueño es el olvido del tiempo, del principio demoníaco que vela en él.
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Cuando estoy en una iglesia, a menudo pienso qué fantástica sería la religión si no hubiese creyentes, si sólo hubiese la inquietud religiosa de Dios de la que nos habla el órgano.
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La mediocridad de la filosofía se explica por el hecho de que solamente se puede pensar cuando se tiene la temperatura baja. Cuando dominas la fiebre, ordenas tus pensamientos como si fueran muñecos, manejas las ideas como si fueran marionetas en la cuerda y el público no se sustrae a la ilusión. Pero cuando siempre que te miras a ti mismo ves un incendio o un naufragio, cuando el paisaje interior es una suntuosa devastación de llamas evolucionando hacia el horizonte de los mares, entonces das rienda suelta a los pensamientos, columnas embriagadas por la epilepsia del fuego interior.
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Si supiera que una sola vez estuve triste a causa de los hombres, depondría las armas por vergüenza. Estos pueden ser amados a veces, otras, odiados y siempre compadecidos, pero entristecerse por ellos es una concesión degradante. Los momentos de generosidad divina en los que abrazaría a todo el mundo son inspiraciones raras, verdaderas «gracias».
El amor por los demás es una enfermedad tonificante y, al mismo tiempo, extraña, porque no se apoya en ningún elemento de la realidad. Hasta ahora no ha existido un solo psicólogo amante del prójimo y seguro que nunca lo habrá. El conocimiento no va al compás de la humanidad. Sin embargo, hay pausas de lucidez, recreaciones del conocimiento, crisis del ojo implacable, que lo ponen en la situación extraña del amor. Entonces desearía tenderse en medio de la calle, besar las plantas de los pies de los demás mortales, desatar las correas del calzado de los mercaderes y de los pordioseros, arrastrarse por todas las llagas y charcos de sangre, colgar de la mirada del criminal alas de paloma, ¡ojalá fuera el último hombre por amor!
El conocimiento de los demás y la repulsión convierten al psicólogo, por las buenas o por las malas, en víctima de sus propios cadáveres. Y es que para él todo amor es una expiación. Los hombres anulados por el conocimiento mueren en ti; las víctimas de tu desprecio se pudren en tu corazón. ¡Y todo este cementerio cobra vida en el delirio de amor, en los espasmos de tu expiación!
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Lo sublime es lo inconmensurable como idea de muerte. El mar, el renunciamiento, las montañas y el órgano de formas distintas y, sin embargo, del mismo modo son la culminación de un final que aunque se consume en el tiempo, su destrucción está, no obstante, lejos de él. Y es que lo sublime es una crisis temporal de la eternidad.
Lo que hay de sublime en el ejemplo de Jesús deriva de vagar eternamente a través del tiempo, de su inmensurable degradación. Pero todo lo que es fin en la existencia del Redentor atenúa la idea de sublime, que excluye las alusiones éticas. Si bajó de buena voluntad para salvarnos, entonces puede interesarnos sólo en la medida en que apreciamos estéticamente un gesto ético. Por el contrario, si su paso entre nosotros es sólo un error de la eternidad, una inconsciente tentación de muerte de la perfección, una expiación en el tiempo de lo absoluto, las proporciones enormes de esta inutilidad ¿no se alzarán entonces bajo el signo de lo sublime? Que la estética salve entonces la cruz como símbolo de la eternidad.
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No existe mayor placer que creerse haber sido filósofo y no serlo ya.
Sufrir significa meditar una sensación de dolor: filosofar, meditar sobre esa meditación.
El sufrimiento es la ruina de un concepto; una avalancha de sensaciones que intimida todas las formas.
Todo en filosofía es de segundo orden, de tercero... Nada directo. Un sistema se construye de derivaciones, pues él mismo es lo derivado por excelencia. Mientras tanto, el filósofo no es más que un genio indirecto.
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No podemos ser tan generosos con nosotros mismos como para despilfarrar la libertad que nos otorgamos. Si no nos pusiéramos impedimentos, ¡cuántas veces cada instante no sería sino un sobrevivir! ¿No sucede a menudo que seguimos siendo nosotros mismos sólo por la idea de nuestras limitaciones? Un pobre recuerdo de una individuación pasada, un jirón de la propia individualidad. Como si fuésemos un objeto que busca su nombre en una naturaleza sin identidad. El hombre está hecho (como todos los seres vivos) a la medida de unas determinadas sensaciones. Pues bien, éstas ya no se hacen sitio las unas a las otras en una sucesión normal, sino que lo invaden de golpe con una furia elemental, formando un enjambre en torno a su despojo de la plenitud que es el yo. ¿Dónde habrá sitio, entonces, para la mancha de vacío que es la conciencia?
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En Shakespeare hay tanto crimen y tanta poesía que sus dramas parecen concebidos por una rosa demente.
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Por más amargura que haya en nosotros, no es tan grande como para que pueda dispensarnos de las amarguras de otros. He aquí por qué la lectura de los moralistas franceses se asemeja a un bálsamo en las horas tardías. Saben siempre lo que significa estar solo entre los hombres; y lo insólita que es la soledad en el mundo. Ni siquiera Pascal pudo vencer su condición de hombre retirado de la sociedad. Un sufrimiento algo más reducido, y habríamos registrado una gran inteligencia. Entre los franceses y Dios siempre se interpuso el salón.
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Ha habido dos cosas que me han colmado de una histeria metafísica: un reloj parado y un reloj en marcha.
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Cuanto menos te interesan los hombres, más tímido te vuelves delante de ellos, y cuando llegas a despreciarlos, te pones a balbucear. La naturaleza no te perdona que pases por encima de su inconsciencia y te acecha en todas las sendas de tu orgullo, cubriéndolas de pesares. ¿Cómo se explicaría de otro modo que a todo triunfo sobre la condición humana se le asocie el correspondiente pesar?
La timidez presta al ser humano algo de la discreción íntima de las plantas, y a un espíritu agitado por él mismo, una melancolía resignada que parece ser la del mundo vegetal. Sólo tengo celos de una azucena cuando no soy tímido.
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Si el sufrimiento no fuera un instrumento de conocimiento, el suicidio sería obligatorio. Y la vida misma, con sus desgarros inútiles, con su oscura bestialidad, que nos arrastra a cometer errores para ahorcarnos de vez en cuando de alguna que otra verdad, ¿quién podría soportarla si no fuera un espectáculo de conocimiento único? Viviendo los peligros del espíritu nos consolamos, por medio de intensidades, de la falta de una verdad final.
Todo enor es una verdad antigua. Pero no existe una inicial, porque entre la verdad y el error la distancia está marcada sólo por la pulsación, por la animación interior, por el ritmo secreto. De este modo el error es una verdad que ya no tiene alma, una verdad desgastada y que espera ser revitalizada.
Las verdades mueren psicológica y no formalmente; mantienen su validez en tanto que continúan la no vida de las formas, aunque puede que ya no sean válidas para nadie.
Todo cuanto hay de vida en ellas ocurre en el tiempo; la eternidad formal las sitúa en un vacío categorial.
A un hombre, ¿cuánto tiempo más o menos le «dura» una verdad? No mucho más que un par de botas. Sólo los mendigos no las cambian nunca. Pero como ahora te encuentras integrado en la vida, tienes que renovarte continuamente, pues la plenitud de una existencia se mide por la suma de errores almacenados, según la cantidad de ex verdades.
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Nada de lo que sabemos está libre de expiación. Tarde o temprano, terminamos pagando muy caro las paradojas, los pensamientos osados o las indiscreciones del espíritu. En el castigo que sigue a cualquier progreso del conocimiento hay un extraño embrujo. ¿Has desgarrado el velo que cubre la inconsciencia de la naturaleza? Lo purgarás con una tristeza cuyo origen no puedes ni sospechar. ¿Se te ha escapado un pensamiento revolucionario y amenazador? Hay noches que no pueden llenarse si no es con las evoluciones del arrepentimiento. ¿Has formulado muchas preguntas a Dios? ¿Por qué te extraña entonces el peso de las respuestas que no has recibido?
Indirectamente, por sus consecuencias, el conocimiento es un acto religioso.
Expiamos con placer el espíritu a pesar de su total abandono en lo inevitable. Coma la desintoxicación del conocimiento es imposible porque lo requiere el organismo, incapaz de habituarse a dosis pequeñas, hagamos también del acto reflejo una reflexión. De esta manera la infinita sed del espíritu encuentra una expiación equivalente.
El culto a la belleza se parece a una delicada cobardía, a una deserción sutil. ¿Es que no amas porque te eximes de vivir? Impresionados todavía por una sonata o un paisaje, nos excusamos de la vida con una sonrisa de dolorosa alegría y de soñadora superioridad. Desde el centro de la belleza, todo está detrás de nosotros y sólo podemos mirar hacia la vida dándonos la vuelta. Cualquier emoción desinteresada, no asociada a lo inmediato de la existencia, retarda el ritmo del corazón. Realmente, ese órgano del tiempo que es el corazón, ¿qué otra cosa podría marcar en ese recuerdo de la eternidad que es la belleza?
Lo que no pertenece al tiempo nos corta la respiración. Las sombras de la eternidad que se ciernen siempre que la soledad está inspirada por un espectáculo de belleza, nos cortan el aliento. ¡Como si profanáramos la infinitud marmórea sólo con el vaho de nuestra respiración!
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Cuando todo lo que toque se vuelva triste, cuando una mirada furtiva al cielo le transmita el color de la tristeza, cuando no existan ojos secos cerca de mí y me desenvuelva por las grandes avenidas como entre zarzas, cuando el sol sorba las huellas de mis pasos para emborracharse de dolor, entonces tendré el derecho y el orgullo de afirmar que existe la vida. Toda aprobación tendría de su parte el testimonio de lo infinito del sufrimiento, y toda alegría, el apoyo de las amarguras. Resulta torpe y vulgar hacer una afirmación que no sea para corroborar la totalidad del mal, el dolor y la tristeza. El optimismo es un aspecto degradante del espíritu, porque no se origina en la fiebre, ni en las alturas ni en el vértigo. Tampoco una pasión que extraiga su fuerza de las sombras de la vida. En los gargajos, en la basura, en el lodo anónimo de las callejuelas brota un manantial más limpio e infinitamente más fructífero que en el suave y racional hecho de compartir la vida. Tenemos bastantes venas por las que suben las verdades, bastantes venas en las que llueve, nieva, sopla el viento, nacen y se ponen soles. ¿Y no caen en nuestra sangre estrellas para recobrar su destello?
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No hay lugar bajo el sol que me retenga ni sombra que me resguarde, porque el espacio se vuelve vaporoso en el ímpetu errante y en la fuga ansiosa. Para quedarse en algún sitio, para encontrar tu «lugar» en el mundo, tienes que cumplir el milagro de hallarte en algún punto del espacio, sin andar encorvado bajo el peso de las amarguras. Cuando te encuentras en un lugar, estás siempre pensando en otro, porque la nostalgia se perfila orgánicamente como una función vegetativa. El deseo de otra cosa, del símbolo espiritual, se convierte en naturaleza.
Expresión de la avidez de espacio, la nostalgia termina por anularlo. Aquel que sufre solamente de la pasión de lo Absoluto no necesita de ese deslizarse horizontalmente por el espacio. La existencia estacionaria de los monjes tiene su razón de ser en la canalización vertical, hacia el cielo, de esas difusas nostalgias por lo eterno, por otros lugares y otros confines. Una emoción religiosa no espera consuelo del espacio; es más, sólo es intensa en la medida en que lo asimila a un escenario de caídas.
Si no hay un solo sitio en el que no hayas sufrido, ¿qué otro motivo puedes invocar en apoyo de una vida errante? ¿Y qué te ligará al espacio si el azul oscuro de la nostalgia te desliga de ti mismo?
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Si el hombre no hubiera sabido introducir un delirio voluptuoso en la soledad, hace mucho que se habría acostumbrado a la oscuridad.
La descomposición más horrible en un cementerio desconocido es una imagen pálida por el abandono en el que te encuentras cuando, desde el aire o de debajo de la tierra, una inesperada voz te revela lo solo que estás.
iNo tener a nadie a quien decirle nunca nada! Solamente objetos; ningún ser. Y la opresión de la soledad tiene su origen justamente en el sentimiento de estar rodeado de cosas inanimadas, a las que no tienes nada que decirles.
Ni por extravagancia ni por cinismo deambulaba Diógenes con un candil en plena noche buscando a un hombre. Nosotros sabemos muy bien que es por soledad...
*
Cuando no puedes agrupar tus pensamientos y someterte derrotado a su azogue, el mundo y tú con él se desvanece como el vapor, y das la impresión de estar escuchando, a la orilla de un mar que haya retirado sus aguas, la lectura de las propias memorias escritas en otra vida... ¿Adónde corre tu mente, en qué ninguna parte disuelve sus fronteras? ¿Se funden glaciares en las venas? ¿Y en qué estación de la sangre y del espíritu te encuentras?
¿Aún eres tú mismo? ¿No te martillean las sienes de miedo a lo contrario? Eres otro, eres otro...
... Con los ojos perdidos hacia el otro en la melancolía inmaculada de los parques.
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Sobre todas las cosas y en primer lugar sobre la soledad estás obligado a pensar negativa y positivamente a la vez.
Capítulo segundo
Sin la tristeza, ¿podríamos tomar conciencia a la vez del cuerpo y del alma? La fisiología y el conocimiento se encuentran en su ambigüedad constitutiva, de suerte que no estás más presente para ti mismo ni eres más solidario contigo como en los momentos tristes. La tristeza es como también la conciencia un agente de enajenación del mundo, un factor de exteriorización; pero conforme nos aleja de todo, coincidimos más con nosotros mismos. La seriedad tristeza sin acento afectivo nos hace sensibles sólo a un proceso racional, ya que su neutralidad carece de la profundidad que asocia los caprichos de las vísceras a la vibración del espíritu. Un ser serio es un animal que cumple las condiciones del hombre; detenle por un instante su mecanismo de pensamiento, no advertirá lo fácilmente que ha vuelto a ser el animal de otrora. Sin embargo, quítale a la tristeza la reflexión, la sombría imbecilidad que quedará será suficiente para que la zoología no te acepte en su reino.
Tomarse las cosas en serio significa sopesarlas sin participar; tomarlas por lo trágico, involucrarte en su suerte. Entre la seriedad y la tragedia (la tristeza como acción) hay una diferencia mayor que entre un funcionario y un héroe. Los filósofos son unos pobres agentes de lo Absoluto, pagados de las contribuciones de nuestras tristezas. Tomarse a la gente en serio se ha convertido en una profesión.
La tristeza en su forma elemental es una genialidad de la materia. Inspiración primaría sin pensamientos. El cuerpo ha vencido su condición y tiende a una participación «superior», mientras que en las formas reflexivas de la tristeza el proceso se completa mediante un descenso del espíritu por las venas, como para mostrarnos lo orgánicamente que nos pertenecemos.
Al arrebatarnos la naturaleza y restituirnos a nosotros mismos, la tristeza es un aislamiento sustancial de nuestra naturaleza, a diferencia de la dispersión ontológica de la felicidad.
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En los «accesos» de lástima se manifiesta una atracción secreta por «los malos modales», por la suciedad y la degradación. Cualquier monstruosidad es una perfección comparada con la falta de «buen gusto» de la piedad, un mal con las apariencias reales de la bondad.
En el amasijo de manchas y desviaciones de la naturaleza, o en el refinamiento vicioso de la mente, no encontraréis una perversión más tenebrosa y atormentada que la piedad. Nada nos aparta más de la belleza que sus «accesos». ¡Y si sólo fuera de la belleza! Pero las virtudes subterráneas de ese vicio nos desvían de nuestros fines esenciales y consideran depravación todo lo que no emana del gusto del hundimiento, de los pantanos y de la podredumbre, prolongaciones de la piedad y pretextos de su infernal voluptuosidad.
Ninguna patología la ha estudiado, porque es una enfermedad práctica y porque la ciencia ha estado siempre al servicio de los ayuntamientos. Quien profundizara en la angustia interna, en el infierno del amor depravado por el hombre, ¿podría todavía tender su mano a un piadoso?
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El papel del pensador es retorcer la vida por todos sus lados, proyectar sus facetas en todos sus matices, volver incesantemente sobre todos sus entresijos, recorrer de arriba abajo sus senderos, mirar una y mil veces el mismo aspecto, descubrir lo nuevo sólo en aquello que no haya visto con claridad, pasar los mismos temas por todos los miembros, haciendo que los pensamientos se mezclen con el cuerpo, y así hacer jirones la vida pensando hasta el final.
¿No resulta revelador de lo indefinible de la vida, de sus insuficiencias que sólo los añicos de un espejo destrozado puedan darnos su imagen característica?
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Cuando uno ha comprobado que los hombres no pueden ofrecer nada y continúa tratándolos, es como si después de haber liquidado todas las supersticiones, siguiera creyendo en fantasmas. Dios, para obligar a los solitarios a la cobardía, ha creado la sonrisa, anémica y aérea en las vírgenes, concreta e inmediata en las mujeres de mala vida, tierna en los viejos e irresistible en los moribundos. Por otro lado, nada prueba más que los hombres son mortales que la sonrisa, expresión del equívoco desgarrado de lo efímero. Cada vez que sonreímos, ¿no es como un último encuentro, y no es la sonrisa el testamento aromatizado del individuo? La trémula luz del rostro y de los labios, la solemne humedad de los ojos transforman la vida en un puerto, del cual los barcos zarpan a alta mar sin destino, transportando no hombres sino separaciones. ¿Y qué es la vida sino el lugar de las separaciones?
Siempre que me dejo conmover por una sonrisa me alejo con la carga de lo irreparable, ya que nada descubre más atrozmente la ruina que espera al hombre como ese símbolo aparente de felicidad, el cual hace sentir con más crueldad a un corazón deshojado el temblor de lo pasajero de la vida, como el estertor clásico del fin. Y siempre que alguien me sonríe, descifro en su frente luminosa la desgarradora llamada: «¡Acércate, fíjate bien, que yo también soy mortal!». O cuando la negrura de mi noche vela mis ojos, la voz de la sonrisa aletea junto a mis oídos ávidos de lo implacable: «¡Mírame, es por última vez!».
...Y por eso la sonrisa te aparta de la última soledad, y sea cual fuere el interés que tienes por tus compañeros de respiración y de putrefacción, te vuelves hacia ellos para sorberles el secreto, para anegarte en él y para que ellos no sepan, no sepan cuán pesada es su carga de temporalidad, qué mares transportan y a cuántos naufragios nos invita el tormento inconsciente e incurable de su sonrisa, a qué tentaciones de desaparición te someten, abriéndote su alma mientras tú levantas, temblando de aflicción, la lápida de la sonrisa.
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La germinación de toda verdad nos comprime el cuerpo como uva en un lagar. Cada vez que pensamos se nos escurre la vida, de suerte que un pensador absoluto sería un esqueleto que escondiera sus huesos en... la transparencia de los pensamientos.
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La palidez es el color que cobra el pensamiento en el rostro humano.
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El Destino sólo existe en la acción, porque solamente en ella arriesga uno todo, sin saber adónde va a llegar. La política (en el sentido de exasperación de lo que es histórico en el hombre) es el espacio de la fatalidad, el abandono integral de las fuerzas constructivas y destructivas del devenir.
También en la soledad arriesga uno todo, pero ahora teniendo muy claro lo que va a ocurrir, la lucidez atenúa lo irracional de la suerte. Anticipa uno la vida, vive su destino como algo inevitable sin sorpresas, ya que, realmente, ¿qué otra cosa es la soledad sino la visión translúcida de la fatalidad, el máximum de luminosidad en la agitación ciega de la vida?
El hombre político renuncia a la conciencia; el solitario, a la acción. Uno vive el olvido (eso también es la política); el otro lo busca (también eso es la soledad).
Una filosofía de la conciencia no puede terminar más que en una del olvido.
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Un hombre que practica toda su vida la lucidez, se convierte en un clásico de la desesperanza.
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La mujer que mira hacia algo ofrece una imagen de rara trivialidad. Los ojos melancólicos te invitan, por el contrario, a una destrucción aérea, y tu sed de lo impalpable apagada por su fúnebre y perfumado azul, impide que sigas siendo tú mismo. Ojos que nada ven y frente a los cuales desapareces, para no manchar el infinito con el objeto de tu presencia. La mirada pura de la melancolía es el modo más peregrino por el que la mujer nos hace creer que antaño fue nuestra compañera en el Paraíso.
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La melancolía es una religiosidad que no precisa de lo Absoluto, un deslizamiento fuera del mundo sin la atracción de lo trascendente, una tendencia por las apariencias del cielo pero insensible al símbolo que éste representa. Su posibilidad de prescindir de Dios (si bien cumple las condiciones iniciales para aproximarse a El) la transforma en un placer que satisface su propio crecimiento y sus flaquezas repetidas. Porque la melancolía es un delirio estético, suficiente en sí mismo, estéril para la mitología. En ella sólo encontrarás el arrullo de un sueño, porque no genera ninguna imagen que no sea su etérea desintegración.
La melancolía es una virtud en la mujer y un pecado en el hombre. Así se explica por qué éste se valió de ella para el conocimiento...
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En algunas sonrisas femeninas hay una tierna aprobación que te pone enfermo. Estas anidan y se aposentan en el fondo de las tribulaciones cotidianas, ejercitando un control subterráneo. En las mujeres como en la música hay que evitar su difusa receptividad, que agranda hasta el desvanecimiento los pretextos de la ternura. Cuando hablas del miedo, del miedo mismo, delante de una rubia espiritualizada por la palidez y que baja los ojos para suplir con el gesto la confidencia, su quebrada y amarga sonrisa se te incrusta en la carne y prolonga por medio de ecos su tormento inmaterial.
Las sonrisas son una carga voluptuosa para el que las reparte y para el que las recibe. Un corazón tocado por la delicadeza difícilmente puede sobrevivir a una sonrisa tierna. De igual forma, hay miradas tras las que uno ya es incapaz de decidir nada.
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Un copo perdido a merced del aire es una imagen de vanidad más desgarradora y simbólica que un cadáver. Igualmente, un insólito perfume nos pone más tristes que un cementerio, o una indigestión nos vuelve más pensativos que un filósofo. ¿Y no es cierto que, más aún que las catedrales, nos vuelve más religiosos la mano de un mendigo que, en una gran ciudad en la cual nos hemos perdido, nos muestra el camino a seguir?
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El Tiempo empieza a angustiarte mucho antes de leer a los filósofos, cuando, en un momento de cansancio, miras atentamente el rostro de un viejo. Los profundos surcos que han dejado las penalidades, las esperanzas y las alucinaciones se vuelven negros y se pierden, diríase que sin dejar rastro, en un fondo de oscuridad, que el «rostro» esconde a duras penas, máscara insegura de un doloroso abismo. En todas y cada una de las arrugas el tiempo parece haberse concentrado, el devenir, enmohecido y el pretérito, envejecido. ¿Acaso no cuelga el tiempo de las arrugas de la vejez y cada pliegue no es un cadáver temporal? El rostro humano es utilizado diabólicamente por el tiempo como demostración de vanidad. ¿Puede alguien mirarlo serenamente en su ocaso?
Vuelve tus ojos hacia un viejo cuando no tengas el Eclesiastés a mano, su rostro del cual puede él sentirse totalmente ajeno te enseñará más que los sabios. Pues hay arrugas que revelan la acción del Tiempo de forma más despiadada que un tratado sobre la vanidad. ¿Dónde encontrar palabras que plasmen su implacable erosión, su destructor avance, cuando el paisaje abierto y accesible de la vejez se ofrece como una lección decisiva y una sentencia sin un recurso ulterior?
El desasosiego de los niños en brazos de los abuelos, ¿no será el horror instintivo al Tiempo? ¿Quién no ha sentido en el beso de un viejo la inutilidad infinita del tiempo?
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De los hombres me separan todos los hombres.
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Si corriera como un loco en mi busca, ¿quién me diría que nunca me encontraría en mi propio camino? ¿En qué páramo del universo me habré perdido? Voy a buscarme allí donde se oye la luz..., ya que, si recuerdo bien, ¿he amado otra cosa que no sea la sonoridad de las transparencias?
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A quien no le parezca que después de cada amargura la luna se ha vuelto más pálida, los rayos del sol más tímidos y que el devenir pide excusas, cercenando su ritmo, a ése le falta la base cósmica de la soledad.
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La ruptura del ser te pone enfermo de ti mismo, de manera que basta pronunciar palabras como olvido, desdicha o separación para disolverte en un mortal escalofrío. Y, entonces, para vivir arriesgas lo imposible: aceptas la vida.
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Quedarse solo con todo el amor, con el peso de lo infinito del eros; he ahí el sentido espiritual de la infelicidad en el amor, de forma que el suicidio no es prueba de la cobardía del hombre, sino de las dimensiones inhumanas del amor. Si todos los amantes no hubiesen calmado sus tormentos amorosos mediante el desprecio teórico a la mujer, se habrían suicidado. Pero sabiendo qué es ella, han introducido con lucidez un elemento de mediocridad en lo insoportable de esa llamarada. La desdicha amorosa supera en intensidad a las emociones religiosas más profundas. Es cierto que no ha construido iglesias, pero ha levantado tumbas, tumbas por doquier.
¿El amor? ¡Pero mirad cómo cada rayo de sol se entierra en una lágrima, que parece como si el astro fulgente hubiera nacido de un golpe de llanto de la divinidad!
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La infelicidad es el estado poético por excelencia.
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En la medida en que los animales son capaces de sentir infelicidad en el amor participan de lo humano. ¿Por qué no hemos de admitir que la mirada húmeda del perro o la ternura resignada del asno expresan a veces pesadumbres sin palabras? Hay algo sombrío y lejano en el erotismo animal que nos la hace muy extraña.
La literatura es un testimonio seguro de que nos sentimos más cerca de las plantas que de los animales. La poesía, en gran parte, no es más que un comentario de la vida de las flores, y la música, una depravación humana de las melodías vegetales.
Toda flor puede servir de imagen a la infelicidad amorosa. Así se explica nuestra proximidad a ellas. Y, además, ningún animal puede ser un símbolo de lo efímero, mientras que las flores son su expresión directa, lo estético irreparable de lo efímero.
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En el fondo, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo.
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Sólo podría amar a un sabio desgraciado en amores...
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Lo que vuelve tan tristes las grandes ciudades es que cada hombre quiere ser feliz, pero las oportunidades disminuyen a medida que el deseo crece. La búsqueda de la felicidad indica la distancia del paraíso, el grado de la caída humana. ¿Por qué asombrarnos entonces de que París sea el punto más alejado del Paraíso?
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Puede uno devorar bibliotecas enteras, que no encontrará más allá de tres o cuatro autores a quienes valga la pena leer y releer. Las excepciones de ese tipo son unos analfabetos geniales a quienes hay que admirar y, si hace falta, estudiar, pero que, en el fondo, no nos dicen nada. Me gustaría poder intervenir en la historia del espíritu humano con la brutalidad de un carnicero, revestido con el más refinado diogenismo. Porque ¿hasta cuándo vamos a dejar en pie a tantos creadores que no han sabido nada, niños descarados e inspirados, faltos de la madurez de la felicidad y de la infelicidad? A un genio que no haya llegado a las raíces de la vida, pese a las posibilidades de expresión de que ha gozado, sólo hay que degustarlo en los momentos de indiferencia. Resulta estremecedor pensar qué pocos hombres han sabido algo de verdad, qué pocas existencias completas han aparecido hasta ahora. ¿Y qué es una existencia completa? ¿Qué significa saber? Conservar sed de vida en los ocasos...
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Ciertos seres sienten el impulso criminal sólo para saborear una vida intensificada, de manera que la negación enfermiza de la vida sea al mismo tiempo su homenaje.
¿Habrían existido acaso criminales si la sangre no fuese caliente? El impulso destructor busca el remedio a un enfriamiento interno y dudo que, sin la representación implícita de un calor rojo y entumecedor, un puñal pudiera clavarse alguna vez en un cuerpo. De la sangre emanan vapores adormecedores con los que el asesino espera aliviar sus escalofríos helados. Una soledad no mitigada por la ternura genera crimen, con lo que toda moral que busque la destrucción del mal desde la raíz debe considerar sólo un problema: la dirección que tenga que dar a la soledad, marco ideal de la ruina y de la descomposición.
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¿Encontrará alguien alguna vez palabras para expresar el estremecimiento que aúna en la infinitud del mismo instante el goce supremo con el dolor supremo? ¿O podrá alguna música que surja de todos los ortos y ocasos de este mundo transmitir a otros hombres las sensaciones de una víctima cósmica de la felicidad y de la infelicidad? ¡Un náufrago golpeado por todas las olas, estrellado contra todas las rocas, envuelto por todas las tinieblas y que tuviera el sol en sus brazos! Un casco a la deriva con la fuente de la vida en el pecho, abrazando su fulgor mortal y ahogándose con él en las olas, ya que el fondo del mar está esperando hace toda una eternidad a la luz y a su enterrador.
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El contacto entre los hombres la sociedad en general no sería posible sin la utilización repetida de los mismos adjetivos. Que la ley los prohíba y se verá en qué ínfima medida el hombre es un animal sociable. De inmediato desaparecerán la conversación, las visitas, los encuentros, y la sociedad se degradará hasta quedar reducida a relaciones mecánicas de intereses. La pereza de pensar ha dado origen al automatismo del adjetivo. Se califica de manera idéntica a Dios y a una escoba. En otro tiempo Dios era infinito; hoy es asombroso. (Cada país expresa a su manera su vacío mental.) Que se prohíba el adjetivo cotidiano y la célebre definición de Aristóteles caerá.
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Las diferencias entre los filósofos antiguos y los modernos, tan chocantes y desfavorables a estos últimos, parten del hecho de que los filósofos modernos han hecho filosofía en su mesa de trabajo, en el despacho, mientras que los filósofos antiguos la hicieron en los jardines, en los mercados o a lo largo de Dios sabe qué ribera marina. Además, los antiguos, más perezosos, se pasaban mucho tiempo tumbados porque sabían muy bien que la inspiración viene de forma horizontal. De esta forma, ellos esperaban los pensamientos, mientras los modernos los fuerzan y los provocan por medio de la lectura, dando la impresión de que ninguno ha conocido el placer de la irresponsabilidad meditativa, sino que han organizado sus ideas con una aplicación propia de empresarios. Ingenieros en torno a Dios.
Muchos espíritus han descubierto lo Absoluto por haber tenido al lado un canapé.
Cada posición de la vida ofrece una perspectiva distinta de ella. Los filósofos piensan en otro mundo, porque acostumbrados a estar encorvados, se han hartado de mirar éste.
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¿Qué hombre, al mirarse al espejo en penumbra, no ha tenido la impresión de encontrarse con el suicida que lleva dentro?
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¿Puede amarse a un ser impermeable al Absurdo y que no sospeche cuál es el punto de partida de su tragedia, de sus elegancias ponzoñosas, de su refinamiento desolado, de los reflejos viciosos y engañosos del desierto interior?
Lo absurdo es el insomnio de un error, el fracaso dramático de una paradoja. La fiebre del espíritu no puede ser medida más que por la abundancia de esos funerales lógicos que son las fórmulas absurdas.
Los mortales desde siempre se han guardado de ellas, han captado inequívocamente algo de su noble descomposición, pero no han podido preferirlas a la seguridad estéril, a la calma comprometedora de la razón.
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Siempre que pienso en la muerte me parece que moriré menos, que no puedo extinguirme sabiendo que voy a extinguirme, que no puedo desaparecer sabiendo que voy a desaparecer. Y desaparezco, me extingo y muero desde siempre.
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La vida es etérea y fúnebre como el suicidio de una mariposa.
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La inmortalidad es una concesión de eternidad que la muerte hace a la vida. Pero nosotros sabemos muy bien que no la hace... Porque tanta generosidad le costaría la vida.
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Cada problema requiere una temperatura diferente. Sólo a la desdicha le sirve cualquiera...
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¡Aparenta alegría ante todos y que nadie vea que también los copos son losas sepulcrales! Ten brío en la agonía...
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La moralidad subjetiva alcanza su punto culminante en la decisión de no volver a estar triste.
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Permeable a lo demoníaco, la tristeza es la ruina indirecta de la moral. Cuando el mal se opone al bien, participa de los valores éticos como fuerza negativa; no obstante, cuando consigue su autonomía y yace en sí mismo, sin afirmarse ya en la lucha con el bien, entonces alcanza el sentido demoníaco. La tristeza es uno de los agentes de autonomía del mal y de socavamiento de la ética. Si el bien expresa el ansia de pureza de la vida, la tristeza es su incurable sombra.
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Las creaciones del espíritu son un indicador de lo insoportable de la vida. Exactamente igual es el heroísmo.
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La melancolía es el estado onírico del egoísmo.
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Si no existiera un placer secreto en la desdicha, llevaríamos a las mujeres a parir al matadero.
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Dile a un alma delicada la palabra separación y brotará el poeta que hay en ella. La misma palabra a un hombre cualquiera no le inspira nada. Y no solamente separación, sino cualquier otra palabra. La diferencia entre los hombres se mide por la resonancia afectiva de las palabras. Algunos enferman de agotamiento extático al oír una expresión banal, otros se quedan fríos ante una prueba de inanidad. Para aquellos no hay palabra en el diccionario que no esconda un sufrimiento, y para éstos ni siquiera forma parte de su vocabulario. Muy pocos son los que pueden volver su mente en todo momento hacia la tristeza.
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Por más que se liguen las enfermedades a nuestra constitución es imposible que no las disociemos, que no las encontremos como algo externo, ajeno, sin valor. Por esa razón, cuando hablamos de una persona enferma, le especificamos su enfermedad como un añadido fatal que introduce una carga irremediable a su identidad inicial. Ante nosotros se queda con su enfermedad, que conserva una independencia y una objetividad relativas. ¡Pero qué difícil es disociar la melancolía de un ser! Y es que la enfermedad es subjetiva por excelencia, inseparable del que la posee, adherente incluso a la coincidencia y, como tal, incurable. ¿Acaso no existe remedio contra ella? Sí, pero entonces tenemos que curarnos de nuestro propio yo. La nostalgia de otra cosa en los sueños melancólicos no es más que el deseo de otro yo, don que buscamos en los paisajes, en la lejanía, en la música, engañándonos involuntariamente en un proceso mucho más profundo. Siempre volvemos descontentos y nos abandonamos a nosotros mismos, ya que no hay salida de la enfermedad que lleva nuestro nombre y, si la perdiéramos, ya no nos encontraríamos.
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No creo que Dios haya hecho a Eva de una de nuestras costillas, porque entonces tendríamos que llevarnos bien con ella y no únicamente en la cama. Pero, a decir verdad, ¿no es eso un engaño también? ¿Es que cabe estar más lejos el uno del otro que en esa cuasi identidad horizontal? ¿De dónde procedería entonces la oscura e indómita inclinación, en los momentos de angustia, a echarse misteriosamente a llorar en el regazo de las mujeres de la vida en un hotel de mala muerte?
Dependemos de las mujeres no tanto por instinto como por horror al hastío. Y es más que posible que ella no sea otra cosa que una invención de ese horror. Por miedo a la soledad de Adán, forjó Dios a Eva, y siempre que nos invaden las sacudidas del aislamiento ofreceríamos al Creador alguna que otra costilla para absorber de la mujer, nacida de nosotros mismos, nuestra propia soledad.
La castidad es un rechazo del conocimiento. Los ascetas habrían podido satisfacer su deseo de soledad más fácilmente en la cercanía de la mujer si el miedo a la «tentación» no los hubiera desposeído de la misteriosa profundidad de la sexualidad. El pánico en un mundo de objetos despierta un deseo mortal por la mujer (objeto ella misma), deseo avivado por los padecimientos de nuestro hastío.
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Un ser en vías de espiritualización completa ya no es capaz de melancolía, porque no puede abandonarse a merced de los caprichos. Espíritu significa resistencia, mientras que la melancolía, más que cualquier otra cosa, presupone la no resistencia al alma, al elemental ardor de los sentidos, a lo incontrolable de los afectos. Todo cuanto en nosotros hay de indómito y agitado, de irracional compuesto de sueño y de bestialidad, de deficiencias orgánicas y aspiraciones ebrias, como de explosiones musicales que ensombrecen la pureza de los ángeles y nos hacen mirar desdeñosamente una azucena, constituye la zona primaría del alma. Ahí se encuentra la melancolía en su casa, en la poesía de esas flaquezas.
Cuando te crees más alejado del mundo, la brisa de la melancolía te muestra la ilusión de tu cercanía al espíritu. Las fuerzas vitales del alma te atraen hacia abajo, te obligan a sumergirte en la profundidad primaria, a reconocer tus fuentes de las que te aísla el vacío abstracto del espíritu, su implacable serenidad.
La melancolía se distancia del mundo por obra de la vida y no del espíritu: la deserción de los tejidos del estado de inmanencia. A través de la incesante apelación al espíritu los hombres le han añadido un matiz reflexivo que no encontramos en las mujeres, quienes, al no resistirse nunca a su alma, flotan a merced del oleaje de la inmediata melancolía.
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La necesidad de un tiempo puro, limpio de devenir y que no sea eternidad... Un etéreo diluirse en su «tránsito», un crecimiento en sí misma de la temporalidad, un tiempo sin «curso»... Extasis delicado de la movilidad, plenitud temporal desbordante de los instantes... Sumergirse en un tiempo falto de dimensiones y de una calidad tan aérea que nuestro corazón pueda hacerlo volver atrás, ya que el tiempo no está manchado por lo irreversible ni tocado por lo irrevocable...
... Empiezo a sospechar el modo cómo se insinuó en el Paraíso.
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Quien no tiene un órgano para la eternidad la concibe como otra forma de la temporalidad, de manera que construye la imagen de un tiempo que corre fuera de sí o la de un tiempo vertical. La imagen temporal de la eternidad sería entonces un curso hacia arriba, una acumulación vertical de instantes que sirven de contención al deslizamiento dinámico, al desplazamiento horizontal hacia la muerte.
La suspensión del tiempo introduce una dimensión vertical, pero solamente mientras dure el acto de esa suspensión. Una vez consumado, la eternidad niega el tiempo, constituyendo un orden irreductible. El cambio en la dirección natural, la interrupción violenta de la temporalidad en su acceso a la eternidad, nos muestra que todo acto de trasgresión de la vida implica asimismo una violación del tiempo. La dimensión vertical de la suspensión es una perversión del sentido temporal, porque la eternidad no sería accesible si el tiempo no estuviera depravado y corrompido.
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La enfermedad representa el triunfo del principio personal, la derrota de la sustancia anónima que hay en nosotros. Por eso es el fenómeno más característico de la individuación. La salud incluso bajo la forma transfigurada de la ingenuidad expresa la participación en el anonimato, en el paraíso biológico de la indivisión, mientras que la enfermedad es la fuente directa de la separación. Cambia la condición de un ser, su exceso determina una unicidad, un salto más allá de lo natural. La diferencia entre un hombre enfermo y otro sano es mayor que entre este último y cualquier animal. Pues estar enfermo significa ser otra cosa distinta a lo que se es, someterse a las determinaciones de lo posible, identificar el momento con la sorpresa. Normalmente, disponemos de nuestro destino, hacemos previsiones a cada momento y vivimos en una soledad llena de indiferencia. Somos libres de creer que en un día determinado, a una hora determinada, podremos estar serios o contentos y que nada nos impide apoyarnos en el interés que demos a una cosa cualquiera. Cuando tenemos conciencia general de la enfermedad, sucede todo lo contrario: no hay ni rastro de libertad; no podemos prever nada, pues somos esclavos atormentados de las reacciones y caprichos orgánicos. La fatalidad respira por todos nuestros poros, el tedio brota de nuestros miembros y todo junto conforma la apoteosis de la necesidad que es la enfermedad. No sabemos nunca qué hacer, qué va a ocurrir, qué desastres nos acechan en las sombras de nuestro interior, ni en qué medida amaremos u odiaremos, presas del clima histérico de las incertidumbres. La enfermedad que nos separa de la naturaleza nos ata a ella más que la tumba. Los matices del cielo nos obligan a modificaciones equivalentes en el alma, los índices de humedad, a actuaciones según el grado de humedad, las estaciones, a una periodicidad maldita. De esa forma traducimos moralmente toda la naturaleza. A una infinita distancia de ella vertemos todas sus fantasías, el caos evidente o implícito, las curvas de la materia en las oscilaciones de un corazón incierto. Saber que no se tiene relación alguna con el mundo y registrar todas sus variaciones, he ahí la paradoja de la enfermedad, la extraña necesidad que se nos impone, la libertad de pensar más allá de nuestro ser y la condición mendicante de nuestro propio cuerpo. Pues, en realidad, ¿no tendemos la mano hacia nosotros mismos, no solicitamos nuestro apoyo, como vagabundos a las puertas de nuestro yo, al abandonar una vida sin remedio? ¡Tener la necesidad de hacer algo para uno mismo y no poder elevarse sobre una pedagogía de lo incurable!
Si fuésemos libres en la enfermedad, los médicos se convertirían en mendigos, porque los mortales tienden al sufrimiento pero no a su atroz mezcla de exasperada subjetividad y de invencible necesidad.
La enfermedad es el modo que tiene la muerte de amar la vida; y el individuo, el teatro de esa debilidad. En todo dolor lo absoluto de la muerte saborea el devenir, lo que nos atormenta es la tentación, la voluntaria degradación de la Oscuridad. Y así, el sufrimiento no es otra cosa que una minoración del absoluto de la muerte.
Emil Michel Cioran
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