La noche nos ignora o tal vez nosotros la ignoramos,
la noche caminando entre las lápidas urbanas como sabuesos del sueño y la
soledad. La noche nos asalta, las penas del alma y el corazón, de la conciencia
de que todos difieren de la muy prostituida certeza de que la noche es para las
putas y los mendigos. Cuando baja el sol, inmolándose en el propio horizonte en
forma de crepúsculo, todo muere, se agita y perece. Ahora solo queda la avenida
Vargas en un festival de luces entre las sobras aún más numerosas que las
pisadas anónimas de sus transeúntes. La plata abunda, bolívares depositados en
las bóvedas de licor y prostitución. Un dragón dorado, el rojo oculta el rostro
de quien pide placer, dentro de una serpiente que no muerde su cola porque el
día interrumpe su ciclo.
El cielo ruge, corrientes de cambio que arrastran
hojas, polvo, basura, destinos… ruge desde lo más profundo de nuestras
entrañas, el visceral deseo de consumirlo todo en un festín de besos, abrazos,
gritos, gemidos, golpes, muslos, tetas, culos. Golpe a golpe enmarcados en una
esquina cada plegaria entre las tascas y los hoteles, los burdeles y las
plazas… uno junto a otro. El despertar, el asalto del pánico frente al
encuentro taciturno de las lágrimas que partieron de las palabras
autocensuradas por el pudor, por el dedo que sojuzga la libertad y el error que
por vivir se padece.
La ciudad y el cólera que efervecen en los pasos de
amigos poetas y mendigos de almas…
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