martes, 27 de abril de 2010

Weird Dreams II


Me despertó el penetrante olor del incienzo. Sándalo... Mirra... No recuerdo como se llama la escencia, pero sí el pestilente aroma que había invadido toda la casa. Era como si el humo que emanaba la iglesia intencionalmente se adueñara de mi morada. Era Semana Santa y toda la ciudad apestaba a incienzo.

Estaba en la habitación de mi madre, acostado en su regazo. La noche anterior había estado muy agitado e inquieto, y no quería dormir solo. Estaba despierto, pero mantenía los ojos cerrados mientras maldecía a la Iglesia y sus ridículas costumbres y eventos. Cada vez que respiraba sentía que me intoxicaba y que me ahogaba. Me desesperezé lentamente, y me dí cuenta de que tenía un desagradable pegoste en las manos y el cuello.

Al abrir los ojos me dí cuenta de que tenía las manos llenas de sangre. Me paré de un brinco, sólo para contemplar el horrible escenario que me rodeaba. Las sábanas de la cama estaban teñidas de carmesí. Las paredes salpicadas de sangre, como brochazos de un cuadro abstracto. Mi madre yacía sin vida en la cama, con la garganta desgarrada de par en par, los ojos abiertos y una siniestra mueca de dolor y asombro.

Inmediatamente salí de la habitación, me vestí con lo primero que conseguí y traté de lavar la sangre de mis manos y rostro desesperadamente, mientras me preguntaba qué había pasado y cómo no me había dado cuenta de aquello. Seguramente habría sido mientras dormía profundamente. Alguien había entrado en mi casa y había perpetrado tal acto de sadismo. Pero, ¿cómo es que no escuché los gritos de mi madre?.

Me dirigí resueltamente hasta la entrada de mi casa, aún sin saber a dónde me iba. ¿Qué debía hacer? ¿Llamar a la policía?. Cuando llegué a la puerta, me dí cuenta de que estaba cerrada con seguro, por lo que era imposible que alguien entrara mientras dormía. Un escalofrío recorrió mi espalda a la vez que me daba cuenta de que el único sospechoso era yo. Pero, ¿cómo es que iba yo a cometer tal atrocidad contra mi propia madre?. ¿Es que me he vuelto loco?.

Abrí la puerta desesperadamente y corrí escaleras abajo con un frenesí de locura. Al llegar a la puerta principal me detuve para tomar aliento. Sentí mareo y náuseas. La mezcla del maldito incienzo con la posibilidad de haber cometido tales actos dantezcos me envenenaba.

Corrí calle abajo, hacia la plaza, evitando todo contacto directo con los transeúntes que al verme se apartaban con pánico. Corrí tanto como pude, hasta que el agotamiento y la falta de aire me hizo caer de rodillas. ¿Qué he hecho?, ¿cómo he sido capaz de algo así?.

Lloraba. Lloraba desconsoladamente, con las manos en la cabeza y el pecho contra las rodillas. Amaba a mi madre por encima de todas las cosas, y sin embargo le había asesinado. No recordaba cómo había pasado, pero todo indicaba que había sido yo. Al levantar la mirada y enjugar las lágrimas ví como irónicamente había corrido hacia el lugar que más detesto. Estaba de rodillas en la entrada de la Iglesia. Si Dios existía, éste era el momento de aclarar las dudas.

Entré al templo. Estaba vacío. La luz que se colaba por los ventanales era proyectada hacia las estatuas que representaban a los santos católicos, y al reflejarse en sus rostros les dotaba de una exhuberancia malévola e inquisidora. Caminé lentamente hacia el altar principal, tras el cual pendía una gigantezca cruz de oro adornada con un Jesús crucificado a pies y manos, con una espléndida corona de espinas, de la cual manaba sangre, y coronaba a un rostro suplicando benevolencia.

Me acerqué, le miré, y le grité: ¨¡Maldito cabrón!, si tú y tu papi son tan poderosos, ¿¡entonces por qué perimitieron que le pasara ésto a mi madre!?¨. Preso por la impotencia de no tener respuesta, pateé el crucifijo dorado y escupí el rostro del mártir. Grité todos los improperios que cruzaron mi mente en ese momento, me dí media vuelta y me disponía a retirarme del santurario.

Mientras enfilaba hacía la salida del templo, mi estómago empezó a doler tanto que me obligó a caer de rodillas. Mis manos empezaron a temblar y mi espina se retorcía al punto de doblarme de espaldas. Mi ojos se nublaron y mi boca empezó a segregar cantidades estúpidas de saliva, que no podía contener porque mi boca permanecía abierta. Un fuerte espasmo me obligó a voltearme y quedar frente a la cruz dorada, de la cual emanaba una luz enceguecedora. El mártir había girado su rostro al frente, y su mirada ya no suplicaba venebolencia. Ahora imponía respeto. No expresaba odio, sino indignación. Había liberado una de sus manos del clavo que la aprisionaba y me señalaba.

Lentamente mi cuerpo comenzó a transformarse. Mis manos temblaban a la vez que unas afiladas garras crecían de la punta de mis dedos. Todo mi cuerpo se llenó de un espeso pelambre negro azabache. De mi boca salieron cuatro colmillos asesinos, mis orejas crecieron y se hicieron puntiagudas. Mi cara ya no era reconocible. Ahora era un animal salvaje, sediento de adrenalina. Era un asesino en busca de su presa, y la ciudad era su laberinto.

Me despertó el penetrante olor del incienzo.-

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